Una madre es lo más preciado que se puede tener. Ella es manantial de dulzura sin límites, la máxima luz que brilla por doquier. Sin su apoyo vagamos perdidos. Su fuerza nos engrandece, su mirada guía los pasos de sus hijos en el diario caminar por la vida. Una madre es bastión de reyes, entereza sobrehumana, solidez y estabilidad ante los variados y a veces persistentes laberintos, incertidumbres y avatares que nos agobian y nos colapsan, que ensombrecen nuestra existencia…
Sobre su falta no quiero hablar, pues las tinieblas se apoderan del firmamento, aunque su estrella, como aquella de Oriente, nos siga diciendo qué paso debemos dar para no errar. “Sin duda, cuando se ama de ese modo, nunca puede admitirse la muerte. Se cree que el amor protege. Incluso si no vuelve, si se extravía en la nieve…, lo esperará”. Bellas palabras extraídas de la novela: “El vino de la soledad” (1935), de Irene Nemirovsky. Curiosamente, esta escritora escribió dicho libro autobiográfico inspirada por la frivolidad y el rechazo de su madre hacia ella, de ahí que el dolor ante esa soledad se haga patente ante la ausencia de esa madre. Irene, además, aprovecha para describir la sociedad en la que le tocó vivir durante la revolución bolchevique.
Ser madre es un regalo de Dios, que viene a confirmarnos su existencia, pues sólo Él puede concedernos ese don, ya que una madre tiene algo de Dios por la inmensidad de su amor y por la incansable solicitud de sus cuidados. Ciertamente, Dios, aunque puede estar en todas partes a la vez, creó a las madres para que le ayudarán en su tarea divina. Tengamos siempre presente que “el amor de madre, refiere Marion C. Garretty, es el combustible que le permite a un ser humano hacer lo imposible”.
Una madre es, sin duda, nuestros ojos y nuestras manos, nuestra esperanza y nuestro sustento vital. En la distancia percibe nuestro sentir. ¡Qué grandioso es ser madre! No hay energía ni aliento que la supere. Tenerla reconforta al más desdichado, y en los momentos de desconcierto, ella sabe indicarnos el camino que debemos elegir para que nuestra vida sea manantial inagotable de luz y amor. Además, una madre siempre te ofrece su regazo de paz y entrega sin condiciones. Sabe escuchar a sus hijos como nadie lo haría en este mundo de rumbo incierto, de realidades muchas veces incomprensibles, dolorosas y opacas, que se anclan en nuestro corazón y en nuestra mente.
Obviamente, una madre amaina las tempestades que intentan arrastrar a sus hijos a los abismos de la vida; hace salir el sol cuando nos hallamos atrapados por las garras de las noches más tenebrosas; aleja de sus vástagos hasta más allá del universo la tristeza, las confusiones, la oscuridad siempre poderosa, y, con su saber estar, nos enseña que su amor es totalmente incondicional y atemporal, pues siempre está y estará velando por nosotros. “Jamás en la vida, dice Honoré de Balzac, encontraremos ternura mejor, más profunda, más desinteresada y verdadera que la de nuestra madre”. Ella es nuestra diosa terrenal, la que nos enseña, con generosidad sin límites, a vivir y a ser dichosos en nuestra vida. Sus sentimientos de amor y entrega y valentía no los marchita ni los destruye el tiempo.
Benevolencia, sinceridad, perdón… son siempre palabras que tienen cabida en el vocabulario de una madre. Si el mundo se hallase gobernado por el tipo de personas con las características de una buena madre, los caminos del mismo serían mucho mejor transitables y los problemas, que angustian y desesperan a un sinfín de personas, estarían solucionados prontamente por quienes tienen el deber y la responsabilidad de solventarlos.
Desde aquí hago un guiño a todas las madres del mundo, a esas mujeres que, gracias a su maternidad, ya son colaboradoras de Dios en el gran ministerio del amor. “Madres, manifiesta León Tolstoi, en vuestras manos tenéis la salvación del mundo”.